"¿Dónde está la perfección de Dios? Toda la obra de Dios está hecha a la perfección. Pero mi niño no puede entender cosas que otros niños entienden. Mi niño no puede recordar hechos y figuras que otros niños recuerdan.
¿Dónde está, pues, la perfección de Dios?”
En Brooklyn, Nueva York, hay una escuela para niños de lento aprendizaje. Algunos pasan ahí la totalidad de su vida escolar, mientras que otros son enviados a escuelas convencionales.
En una cena que tuvo lugar en la escuela, el padre de Shaya, uno de estos niños, dio un discurso que jamás podrían olvidar quienes lo escucharon.
“¿Dónde está la perfección en mi hijo Shaya? Toda la obra de Dios está hecha a la perfección. Pero mi niño no puede entender cosas que otros niños entienden. Mi niño no puede recordar hechos y figuras que otros niños recuerdan. ¿Dónde está, pues, la perfección de Dios?”
La audiencia quedó atónica ante esta pregunta, formulada por un hombre que se veía angustiado.
“Yo creo —continuó— que cuando Dios permite que vengan al mundo niños así, su perfección radica en la forma como los demás reaccionan ante ellos”.
Luego contó una historia acerca de su hijo. Una tarde, los dos caminaban por un parque donde un grupo de niños estaba jugando béisbol. “¿Crees que me dejarán jugar?”, preguntó Shaya. Él sabía que su hijo no era para nada un atleta y que los demás no lo querían en su equipo, pero entendió que le llamaba la atención participar en el juego porque estaba seguro de ser como todos los demás.
El padre llamó a uno de los niños y le preguntó si Shaya podía jugar. Él miró a sus compañeros de equipo y, al no obtener ninguna respuesta, tomó la decisión: “Estamos perdiendo por seis carreras y el juego está en la octava carrera. No veo inconveniente. Creo que puede estar en nuestro equipo, y trataremos de ponerlo al bate en la novena carrera”.
En una cena que tuvo lugar en la escuela, el padre de Shaya, uno de estos niños, dio un discurso que jamás podrían olvidar quienes lo escucharon.
“¿Dónde está la perfección en mi hijo Shaya? Toda la obra de Dios está hecha a la perfección. Pero mi niño no puede entender cosas que otros niños entienden. Mi niño no puede recordar hechos y figuras que otros niños recuerdan. ¿Dónde está, pues, la perfección de Dios?”
La audiencia quedó atónica ante esta pregunta, formulada por un hombre que se veía angustiado.
“Yo creo —continuó— que cuando Dios permite que vengan al mundo niños así, su perfección radica en la forma como los demás reaccionan ante ellos”.
Luego contó una historia acerca de su hijo. Una tarde, los dos caminaban por un parque donde un grupo de niños estaba jugando béisbol. “¿Crees que me dejarán jugar?”, preguntó Shaya. Él sabía que su hijo no era para nada un atleta y que los demás no lo querían en su equipo, pero entendió que le llamaba la atención participar en el juego porque estaba seguro de ser como todos los demás.
El padre llamó a uno de los niños y le preguntó si Shaya podía jugar. Él miró a sus compañeros de equipo y, al no obtener ninguna respuesta, tomó la decisión: “Estamos perdiendo por seis carreras y el juego está en la octava carrera. No veo inconveniente. Creo que puede estar en nuestro equipo, y trataremos de ponerlo al bate en la novena carrera”.
El señor quedó boquiabierto con la respuesta y Shaya sonrió. Quería que lo pusieran en una base; así dejaría de jugar en corto tiempo, justo al final de la octava carrera. Pero los niños hicieron caso omiso de ello. El juego se estaba poniendo bueno, el equipo de Shaya anotó de nuevo y ahora estaba con dos outs y las bases llenas. El mejor jugador iba corriendo a base, y Shaya estaba preparado para empezar.
¿Dejaría el equipo que Shaya fuera al bate, arriesgando la oportunidad de ganar el juego? Sorpresivamente, Shaya estaba al bate. Todos pensaron que ese era el fin, pues ni siquiera sabía tomarlo. De cualquier forma, cuando Shaya estaba parado en el plato, el pitcher se movió algunos pasos para lanzar la pelota suavemente, de forma que el niño al menos pudiera hacer contacto con ella. Shaya falló.
Entonces, uno de sus compañeros de equipo se acercó a él y le ayudo a sostener el bate. El pitcher dio unos pasos y lanzó suavemente. Shaya y su compañero le dieron a la pelota, que regresó inmediatamente a manos del pitcher. Éste podía lanzar la pelota a primera base, ponchando a Shaya y sacándolo del juego. En vez de eso, la lanzó lo más lejos que pudo de primera base. Todos empezaron a gritar: “¡Shaya, corre a primera, corre a primera base!” Él nunca había corrido a primera base, pero todos le indicaban hacia dónde debía hacerlo.
Mientras Shaya corría, un jugador del otro equipo tenía ya la bola en sus manos. Podía lanzar a segunda base, dejando por fuera a Shaya, pero entendió las intenciones del pitcher y la lanzó bien alto, lejos de la segunda base. Todos gritaron: “Corre a segunda, corre a segunda base”. Shaya corrió, y otros niños corrían a su lado y le daban ánimos para continuar.
Cuando Shaya tocó la segunda base, el del otro equipo paró de correr hacia él, le mostró la tercera base y le gritó: “¡Corre a tercera!”. Conforme corría a tercera, los niños de los dos equipos iban corriendo junto a él, gritando todos a una sola voz: “¡Shaya, corre a cuarta!”. Shaya corrió a cuarta y paró justo en el plato del home, donde los dieciocho niños lo alzaron en hombros y lo hicieron sentir un héroe: había hecho una gran carrera, había ganado el juego por su equipo.
“Aquel día —dijo el padre de Shaya, con lágrimas rodando por sus mejillas—, esos dieciocho niños mostraron con un gran nivel la perfección de Dios”.